Todas las mañanas, la parte
derecha de la cama de Mercedes de la Maza amanece vacía. En ocasiones, aún
conserva los tibios rescoldos de un cuerpo reciente; otras, la mayoría, es una
fría telaraña de arrugas en la sábana. Despertar sola es una exigencia más que
un deseo. El único contacto que soporta al comenzar la jornada es el de la
lengua blanda y húmeda del sr. Floofie lamiéndole
la mano o la mejilla, así que Ernesto, su marido, sea invierno o verano, le
apetezca o no, debe levantarse con la suficiente antelación para que ella no le
encuentre a su lado al abrir los ojos.
Sin haber abandonado por
completo el aturdimiento del sueño, desliza la mano fuera de la cama buscando
el agradable cosquilleo del hocico de su bichón
maltés. Aunque lo llama un par de veces, la punta de sus dedos no encuentra
al pequeño animal. Extrañada por la ausencia se incorpora apoyándose en los
codos y vuelve a pronunciar el nombre de su mascota sin obtener respuesta. Amortiguado
por la distancia, cree escuchar el ladrido de un perro. Con los ojos todavía
medio entornados recorre con la mirada la habitación y descubre con disgusto
que la puerta no está cerrada. Por más veces que le insista, no hay semana en
que a Ernesto no se le escape el sr.
Floofie. En ocasiones, ha llegado a creer que es una pequeña venganza que
se toma con ella por hacerle madrugar. O quizá es simple torpeza. Si no follara
tan bien sería un completo inútil.
Digerido solo a medias su amargo
despertar, lee por encima el periódico que María, la criada, le ha traído con
el desayuno. Hojea con desgana las páginas, pensando todavía en el desliz de
Ernesto, quizá en su mala fe, cuando el amplio anuncio que ha publicado su
empresa fija su atención. Los de marketing
han hecho un buen trabajo. Para cuando termina, el café con una nube de leche no
está caliente ni frío, justo a la temperatura intermedia que convierte
cualquier bebida en un brebaje asqueroso. Como ya es tarde decide bebérselo y
no perder más tiempo mientras espera a que le suban otro.
Al levantarse le parece que ha
refrescado. En un gesto que repite cada día, cruza la habitación y se asoma a
la ventana, como si pudiera leer en el cielo lo que la jornada le tiene
preparado. La mañana tiene un color azul muy desvaído, casi blanco. Un viento obstinado
agita la copa de los árboles. Hasta ayer, el verano, al que el calendario había
desterrado hacía un par de semanas, aún remoloneaba en el jardín prendido en la
cálida brisa que suaviza las noches. A través del ventanal, ve al sr. Floofie
corretear por el borde ovalado de la piscina persiguiendo el vuelo errático de
los insectos. Al menos Ernesto ha tenido la precaución de ponerle un jersey,
aunque el fucsia es el más feo de entre todos los que podría haber elegido.
En la gran escalinata de mármol
que comunica la parte trasera de la casa con el jardín, está su marido, con la
palma de la mano extendida sobre los ojos para protegerse de los rayos de un
sol todavía demasiado bajo. Parece una estatua de piel tostada. Ernesto es un
magnífico ejemplar de belleza mediterránea y pasado humilde, a veces un poco
tosco, pero nada que no pueda manejar. Sabe que es motivo de envidia de todas
sus amigas, aunque no lo confiesen. Se casó con él en contra de la opinión de
su padre, en una clara demostración de que a partir de ese momento ella tomaría
sus propias decisiones. A su lado está Paquito, el jardinero, con el que habla
cordialmente ¿A cuento de qué tanta familiaridad? Puede que sienta pena por él
o tan sólo se trate de simpatía de clase, aunque Ernesto hace tiempo que dejó
de ser un muerto de hambre. En casa de su padre nunca se habrían permitido
semejantes confianzas. Ella tampoco puede entender por qué su marido le dio el
trabajo a este chico. Su aspecto le parece repulsivo. Tiene la cara llena de
granos y su piel es tan grasienta que el pelo del flequillo se le queda pegado
a la frente formando asquerosos mechones. Pero lo más molesto es su falta de
espíritu. Lo ve moverse por el jardín con la espalda encorvada y los hombros
caídos, como si soportara sobre su cuerpo un peso invisible. Se diría que tiene
la mirada opaca, como la de un besugo en la pescadería. Le gustaría echarlo,
pero debe mantener la decisión de dejar que Ernesto se ocupe de las cosas
pequeñas.
Después de lavarse los dientes a
conciencia para acabar con el mal sabor de boca que le ha dejado el café con
leche, se mira detenidamente en el espejo en busca de imperfecciones en su
rostro. Aunque se halla en ese periodo ambiguo que discurre entre la juventud y
la madurez, en el que el aspecto no ha acabado de definirse en un sentido u
otro, el paso de los años apenas ha conseguido mermar el esplendor de su atractivo,
conservado, cuando ha sido necesario, con sutiles retoques que solo los más
avezados han podido detectar. No obstante, como los días que empiezan torcidos
suelen ir a peor, descubre en su sien izquierda un grano enrojecido. La simple
visión de la cara de Paquito parece haberle contagiado. Al tocar el bultito con
el dedo siente un pequeño dolor que augura un empeoramiento en las próximas
horas. Tras comprobar que la longitud de su pelo no es suficiente para taparlo
con un mechón, lo sepulta bajo una buena capa de maquillaje.
Afortunadamente es sábado, el
día ideal para cuando las cosas vienen mal dadas. A las contrariedades que ya trae
la mañana no tiene que sumar necesariamente los del trabajo. Las tiendas están
abiertas y siempre puede ir de compras para ver si recupera el ánimo. El único
inconveniente es que no puede llevarse consigo al sr. Floofie. En muchos establecimientos
tienen el pésimo gusto de negar la entrada a las mascotas y, sin embargo,
permitir la de niños maleducados y ruidosos. Antes de salir a la calle, oculta
su desazón tras unas amplias gafas de sol, llama a la oficina para informarse
de las novedades y avisar de que tal vez se pase por allí más tarde, aunque en
realidad no tiene la menor intención de hacerlo. Mantener en alerta a los
empleados es uno de los muchos consejos que aprendió de su padre. En otros
aspectos ha introducido muchos cambios en la empresa familiar, a la que llegó
cuando el negocio atravesaba un periodo de lenta decadencia para convertirla en
pocos años en una de las más pujantes del país. De entre los tres coches de
alta gama que guarda en el garaje, se decide finalmente por el modelo más
pequeño de una marca alemana con la que comparte nombre.
Al igual que el resto de mujeres
de su familia, ella es una asidua de la milla de oro. Le encanta entrar en
cualquiera de sus tiendas y comprobar cómo las dependientas se desviven para
colmarla de atenciones reservadas a las clientas más exclusivas. Hoy, sin
embargo, las sonrisas que le dedican le parecen de una teatralidad estudiada.
De mala gana ha comprado un bolso y dos vestidos. En estos lugares no es
costumbre irse de vacío. Al salir a la calle ha recordado, como una tabla de
salvación, los zapatos a los que una urgencia en el trabajo obligó a renunciar.
Camino de la tienda le invade la íntima euforia que precede a la compra. Sin
embargo, como los días que se tuercen parecen imposibles de enderezar, frente a
la tienda de Prada se lleva otro disgusto. El par que ella quería ha
desaparecido del escaparate. Dentro, sepultada bajo una avalancha de disculpas,
le confirman la mala noticia; están vendidos. Las dependientas han hecho todo lo posible por contentarla, respondiendo a cada una de sus muecas de desaprobación
con un nuevo modelo, que ha resultado demasiado oscuro o demasiado claro, con
el tacón muy alto o excesivamente plano. Por no irse con las manos vacías se ha
llevado un par que sabe con certeza que nunca se va a poner.
De regreso a casa atraviesa la
ciudad dejando atrás los edificios de cristal donde el cielo y las nubes tienen
un reflejo sombrío. Ya en las afueras, toma el desvío hacia la selecta
urbanización donde las calles siempre están limpias y las casas se levantan en
medio de extensas superficies de césped cortado milimétricamente. La suya es
una lujosa vivienda de tres pisos, rodeada de un amplio jardín en el que
abundan las especies exóticas.
El portón de entrada chirría
sonoramente sobre las bisagras. Otras veces este sonido se había confundido con
los ladridos alegres del sr. Floofie, que en esta oportunidad echa en
falta. Tampoco está allí su pequeño cuerpecillo dando saltos alocados y
acrobáticas cabriolas, enredándose entre los pies de su ama hasta que ella se
agacha y lo coge en brazos. Cuando el perrillo lo consigue, parece contemplar
victorioso el jardín desde su posición dominante, apoyadas sus patas en el
hombro de su dueña, jadeante todavía por el esfuerzo. Sin el resuello de su
mascota en el oído, los pasos sobre las losas que hacen de camino le parecen tan
lúgubres que prefiere rodear la casa y buscar al sr. Floofie en la parte trasera.
Un par de veces grita su nombre.
Y una tercera después de un breve silencio en el que espera una respuesta que
no llega. Con la mirada recorre el jardín y acaba por convencerse de que el
perro debe de estar dentro de la casa. El sol ilumina el seto de cipreses que delimita
el jardín. En la parte más alta está desigualado, sin podar. Cuando era niña
había visto reprender bruscamente a un empleado por un descuido similar, y
todavía con más violencia cuando el desliz afectaba a la piscina, cuyo aspecto,
en opinión de su padre, decía mucho de las personas que habitan una casa. La suya
esa tarde está llena de hojas. El jardinero es un absoluto incompetente. Le
gustaría desahogarse con él y dejarle las cosas bien claras, pero tiene la
tarde libre. Mañana hablará con Ernesto para que lo eche. Es innegociable. La
superficie del agua que no cubren los limbos amarillentos refleja el cielo como
un espejo. En el centro de la piscina se observa una especie de bulto, como una
tela medio tapada por las hojas. Aunque las cosas húmedas cambian de tonalidad
se ve claramente que es un color llamativo ¡fucsia! Con estupor descubre que lo
que flota inerte es el pequeño cuerpo de su perro, por el que ya no puede hacer
nada. Instintivamente se lleva la mano a la boca para ahogar un grito
terrorífico, inmóvil el resto del cuerpo, convulsionado el pecho por un llanto
tibio que corre por sus mejillas. Solo tras unos minutos recupera el
movimiento. Desde el borde de la piscina trata de alcanzar al sr. Floofie sin poder llegar hasta él. Llevada
por una amarga desesperación se prepara para zambullirse y recuperar el cadáver
de su mascota, pero en el último momento, inclinada ya para el salto, su rostro
descompuesto reflejado en la superficie la paraliza. Un de la Maza nunca debe
perder el aplomo. Abandonada su idea inicial, intenta crear con la mano una
corriente en el agua que acerque al sr.
Floofie, pero el cuerpo medio
sumergido sólo experimenta un pequeño vaivén, arriba y abajo, como una barca
que estuviera anclada al fondo. También desiste de este segundo plan. Opta
entonces por buscar algo con lo que ayudarse. El aturdimiento no le deja pensar
con claridad. Tal vez el recoge hojas pueda ser útil.
La puerta del almacén de las
herramientas está cerrada, sin embargo, la de la habitación de Paquito, que
está al lado, no tiene echado el cerrojo. Puede que las llaves se encuentren
allí. En el dormitorio del jardinero hay una mesa con papeles, un bote lleno de
bolígrafos y un frasco de crema para los granos. Ni rastro del llavero. También
hay una silla en cuyo respaldo cuelga una chaqueta. Mercedes introduce la mano
en uno de los bolsillos con gran lentitud, haciendo una pinza con los dedos
índice y pulgar y una mueca de asco como si la hundiera en un cubo de basura.
En lugar de encontrar las llaves, sus dedos extraen un trozo de papel varias
veces doblado. Por pura curiosidad despliega la hoja para leerla. De inmediato
reconoce la letra de su marido. Con sorpresa descubre la íntima naturaleza de
la nota. Tenemos que volver a vernos. Te
deseo. Te necesito. A pesar de la repugnancia que le inspira todo cuanto hay
en aquella habitación, toma asiento para no caer. Relee aquellas nueve palabras
una y otra vez, con la intención de arrancarles el sentido y poder creer que
están escritas en un idioma desconocido, que su significado es otro, uno muy
diferente, indescifrable. Abandonando momentáneamente el papel sobre la mesa,
se echa las manos a la cara para que la oscuridad le ayude a pensar. Sus dedos
vuelven a topar con el grano de la sien que parece más grande. Se siente triplemente
traicionada. Que su marido la engañara no entraba dentro de sus planes; al
menos, no todavía. Quizá más adelante, cuando ella misma hubiera perdido el
interés. Ciertamente, el riesgo existía, aunque no había querido verlo hasta
ahora. Ernesto dispone de mucho tiempo libre y pocas aficiones en que emplearlo;
cuando un hombre se aburre bebe, juega o es infiel. Por eso le había encargado
que se ocupase de las cosas pequeñas, para mantenerlo entretenido el mayor
tiempo posible sin pensar en sí mismo. Que le haya engañado con un hombre es
algo que ni siquiera se le había pasado por la cabeza. No advirtió en él el más
mínimo gesto. De hecho, el sexo con Ernesto era el mejor que había tenido. Más
que bueno, resultaba salvaje a veces. Esa fue una de las razones por las que se
casó con él. Puestos a escoger, no sabía si la elección que había hecho su
marido para serle infiel, la de un hombre en lugar de una mujer, era mejor o
peor para ella que la convencional. Al fin y al cabo, si esto se supiera,
Ernesto tampoco saldría bien parado. Con una mujer habría sido distinto. Cuando
un marido elige a una chica joven, la esposa es siempre la derrotada, la
sustituida. Lo que más le repugna de todo este asunto es que la persona con la
que Ernesto le ha engañado sea Paquito, un espécimen patético y pusilánime, con
esos ojos sin vida como los de un besugo en la pescadería. Le resulta
inconcebible que las manos fuertes y cuidadas que la acarician todas las noches
se hayan atrevido a tocar ese rostro purulento, que los labios carnosos y
sonrosados que tantas veces ha mordido sin control hayan besado sin vómito aquella
piel grasienta. Desde la boca del estómago le sobreviene una arcada que apenas
puede contener. Es inconcebible que si Ernesto tenía estas inclinaciones no haya
escogido otro hombre entre los muchos candidatos que tienen en su círculo de amistades;
el mismo Borja Samper, al que tratan con frecuencia, nunca ha escondido su
condición de homosexual. Más bien la exhibe con orgullo, haciendo ostentación.
Hay que reconocer que es un tipo con clase. Y atractivo. De haber mostrado él
otras apetencias, ella misma habría estado interesada. Lo de Paquito es una aberración.
Nada podría humillarla tanto como aquello. Con decisión pliega el papel y
vuelve a dejarlo en la chaqueta. Lo ha metido, sin darse cuenta, en el otro
bolsillo, porque ahora sus dedos rozan las llaves que andaba buscando. El tacto
metálico le devuelve instantáneamente a la memoria al sr. Floofie, que sigue en
medio de la piscina con la mitad del cuerpo emergiendo del agua como una isla
cubierta de hojas. Toma entonces las llaves y recupera la nota, que ahora
guarda en el pantalón. En el almacén se hace con el recoge hojas. Camino de la
piscina, la larga vara del artilugio concede a su silueta el aspecto de un derrotado
Don Quijote.
Las escalinatas de mármol que
dan a la piscina todavía están iluminadas por el sol. Mercedes está sentada en
el último peldaño sosteniendo en su regazo el cuerpo hinchado del sr. Floofie.
No para de acariciar su pelo húmedo, como si tratara de ahuyentar la muerte como
se ahuyenta el dolor o la enfermedad. Al pie de la escalera, hecho un ovillo
empapado, el pequeño jersey fucsia recuerda a una flor aplastada. Se lo ha quitado
al perro tan pronto como ha podido sacarlo del agua. Le enfurecía que el sr. Floofie
hubiera muerto llevando puesta la peor prenda de su vestuario.
Al otro lado de la casa, la
cancela de la entrada suena con un ruido lejano. Debe de tratarse de Paquito
que regresa de su tarde libre. En ese momento se da cuenta, como si despertara
de un sueño, de que el sr. Floofie está en sus brazos y no sabe qué
hacer con él. Además, repara en que tiene mojados la blusa y los pantalones.
Como no quiere entrar a la casa con el perro muerto, lo esconde con cuidado tras
el gran macetero que hay en las escalinatas. Tal vez el jardinero viene de
pasar la tarde con su marido. Apenas puede contener su rabia cuando él la
saluda. Mercedes advierte que Paquito desvía la mirada con disimulo a la
humedad de sus pantalones y el pequeño jersey fucsia ovillado sobre una mancha
de agua. La expresión del jardinero no es la de costumbre. Los ojos de besugo
en la pescadería tienen ahora un brillo, que más que de alegría, como ella
podría esperar, es más bien de preocupación.
-Doña Mercedes, quería hablar con usted.
-Bien,
tú dirás.
-Quiero
dejar el trabajo.
Mercedes permanece en silencio,
imaginando en un instante un futuro amenazador.
-Me gustaría explicarle…
-Tus motivos no me interesan. Por mí puedes marcharte mañana, pero como
te voy a pagar el mes entero, quiero que te ocupes de un último encargo.
Ambos entran en la vivienda.
Mercedes sube un tramo de escalera tras otro manteniendo un silencio hostil. Él
la sigue con la docilidad de un perro bien adiestrado. Finalmente llegan a la
buhardilla, donde la claridad de la tarde penetra por una ventana abierta en el
techo inclinado. A través del cristal, la dueña de la casa indica a Paquito un
extremo del tejado en el que ha visto unas cuantas tejas sueltas que deben ser
retiradas. A pesar de que resulta obvio que al jardinero le asustan las alturas
-al asomar la cabeza por el ventanal se ha quedado súbitamente pálido- no se
atreve a contrariar a su patrona. Como le cuesta maniobrar con la ropa de calle
decide quitarse la chaqueta para trabajar más cómodamente, quedándose con ella
en la mano sin saber qué hacer. La mujer no hace el menor gesto de tomarla, así
que la deja en el suelo. Con cierto esfuerzo y mayor aprensión, sale por fin al
exterior pisando en las tejas con sumo cuidado. Cuando se da la vuelta para
dirigirse hacia el saliente, Mercedes le da un empujón que lo precipita al
vacío. Después de un alarido estremecedor, el sonido sordo del impacto con el
suelo devuelve el silencio al jardín. Paquito ha caído junto al pequeño traje
fucsia orlado por una mancha de agua. Otra mancha, roja y viscosa, se extiende
bajo el cuerpo desmadejado del jardinero.
Mercedes mira con ojos
desorbitados e incrédulos a través de la ventana. Ya está hecho.
Precipitadamente, sin los escrúpulos que había mostrado esa misma tarde, busca
en la chaqueta de Paquito cualquier prueba de su relación con Ernesto. En el
bolsillo interior encuentra una carta dirigida a su marido.
Ernesto,
con esta carta me despido de usted. Sé que es a su buena voluntad hacia mí a la
que le debo el haber permanecido tanto tiempo en la casa, contrariando los
deseos de su mujer. Siempre le estaré agradecido. Ahora son los acontecimientos
los que me obligan a marcharme. Sin pretenderlo, fui testigo de lo que creí un
juego. Vi cómo dejaba un papel en el libro que el sr. Samper leía en el jardín
y, más tarde, como esa nota planeaba cuando un golpe de viento la arrancó de
entre las páginas. No pude evitar recogerla del suelo y echarle un vistazo. Fue
simple curiosidad. Dudé en devolverla a su sitio, pero en ese momento me dio
miedo ser descubierto. También pude callar y hacer como si nada de esto hubiera
ocurrido, sin embargo, fui consciente del tormento que supondría para usted no
conocer el paradero del mensaje. Después de esto que le he contado, mi
presencia aquí es imposible. Sé que nadie soporta al testigo de sus miserias. Por
mí no debe preocuparse. Le deseo lo mejor.
Brillante, como siempre Jose.
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ResponderEliminarMuchas gracias Luisa
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