miércoles, 27 de enero de 2016

Élite (Texto 3000 palabras)



Todas las mañanas, la parte derecha de la cama de Mercedes de la Maza amanece vacía. En ocasiones, aún conserva los tibios rescoldos de un cuerpo reciente; otras, la mayoría, es una fría telaraña de arrugas en la sábana. Despertar sola es una exigencia más que un deseo. El único contacto que soporta al comenzar la jornada es el de la lengua blanda y húmeda del sr. Floofie lamiéndole la mano o la mejilla, así que Ernesto, su marido, sea invierno o verano, le apetezca o no, debe levantarse con la suficiente antelación para que ella no le encuentre a su lado al abrir los ojos.

Sin haber abandonado por completo el aturdimiento del sueño, desliza la mano fuera de la cama buscando el agradable cosquilleo del hocico de su bichón maltés. Aunque lo llama un par de veces, la punta de sus dedos no encuentra al pequeño animal. Extrañada por la ausencia se incorpora apoyándose en los codos y vuelve a pronunciar el nombre de su mascota sin obtener respuesta. Amortiguado por la distancia, cree escuchar el ladrido de un perro. Con los ojos todavía medio entornados recorre con la mirada la habitación y descubre con disgusto que la puerta no está cerrada. Por más veces que le insista, no hay semana en que a Ernesto no se le escape el sr. Floofie. En ocasiones, ha llegado a creer que es una pequeña venganza que se toma con ella por hacerle madrugar. O quizá es simple torpeza. Si no follara tan bien sería un completo inútil.

Digerido solo a medias su amargo despertar, lee por encima el periódico que María, la criada, le ha traído con el desayuno. Hojea con desgana las páginas, pensando todavía en el desliz de Ernesto, quizá en su mala fe, cuando el amplio anuncio que ha publicado su empresa fija su atención. Los de marketing han hecho un buen trabajo. Para cuando termina, el café con una nube de leche no está caliente ni frío, justo a la temperatura intermedia que convierte cualquier bebida en un brebaje asqueroso. Como ya es tarde decide bebérselo y no perder más tiempo mientras espera a que le suban otro.

Al levantarse le parece que ha refrescado. En un gesto que repite cada día, cruza la habitación y se asoma a la ventana, como si pudiera leer en el cielo lo que la jornada le tiene preparado. La mañana tiene un color azul muy desvaído, casi blanco. Un viento obstinado agita la copa de los árboles. Hasta ayer, el verano, al que el calendario había desterrado hacía un par de semanas, aún remoloneaba en el jardín prendido en la cálida brisa que suaviza las noches. A través del ventanal, ve al sr. Floofie corretear por el borde ovalado de la piscina persiguiendo el vuelo errático de los insectos. Al menos Ernesto ha tenido la precaución de ponerle un jersey, aunque el fucsia es el más feo de entre todos los que podría haber elegido.

En la gran escalinata de mármol que comunica la parte trasera de la casa con el jardín, está su marido, con la palma de la mano extendida sobre los ojos para protegerse de los rayos de un sol todavía demasiado bajo. Parece una estatua de piel tostada. Ernesto es un magnífico ejemplar de belleza mediterránea y pasado humilde, a veces un poco tosco, pero nada que no pueda manejar. Sabe que es motivo de envidia de todas sus amigas, aunque no lo confiesen. Se casó con él en contra de la opinión de su padre, en una clara demostración de que a partir de ese momento ella tomaría sus propias decisiones. A su lado está Paquito, el jardinero, con el que habla cordialmente ¿A cuento de qué tanta familiaridad? Puede que sienta pena por él o tan sólo se trate de simpatía de clase, aunque Ernesto hace tiempo que dejó de ser un muerto de hambre. En casa de su padre nunca se habrían permitido semejantes confianzas. Ella tampoco puede entender por qué su marido le dio el trabajo a este chico. Su aspecto le parece repulsivo. Tiene la cara llena de granos y su piel es tan grasienta que el pelo del flequillo se le queda pegado a la frente formando asquerosos mechones. Pero lo más molesto es su falta de espíritu. Lo ve moverse por el jardín con la espalda encorvada y los hombros caídos, como si soportara sobre su cuerpo un peso invisible. Se diría que tiene la mirada opaca, como la de un besugo en la pescadería. Le gustaría echarlo, pero debe mantener la decisión de dejar que Ernesto se ocupe de las cosas pequeñas.

Después de lavarse los dientes a conciencia para acabar con el mal sabor de boca que le ha dejado el café con leche, se mira detenidamente en el espejo en busca de imperfecciones en su rostro. Aunque se halla en ese periodo ambiguo que discurre entre la juventud y la madurez, en el que el aspecto no ha acabado de definirse en un sentido u otro, el paso de los años apenas ha conseguido mermar el esplendor de su atractivo, conservado, cuando ha sido necesario, con sutiles retoques que solo los más avezados han podido detectar. No obstante, como los días que empiezan torcidos suelen ir a peor, descubre en su sien izquierda un grano enrojecido. La simple visión de la cara de Paquito parece haberle contagiado. Al tocar el bultito con el dedo siente un pequeño dolor que augura un empeoramiento en las próximas horas. Tras comprobar que la longitud de su pelo no es suficiente para taparlo con un mechón, lo sepulta bajo una buena capa de maquillaje.

Afortunadamente es sábado, el día ideal para cuando las cosas vienen mal dadas. A las contrariedades que ya trae la mañana no tiene que sumar necesariamente los del trabajo. Las tiendas están abiertas y siempre puede ir de compras para ver si recupera el ánimo. El único inconveniente es que no puede llevarse consigo al sr. Floofie. En muchos establecimientos tienen el pésimo gusto de negar la entrada a las mascotas y, sin embargo, permitir la de niños maleducados y ruidosos. Antes de salir a la calle, oculta su desazón tras unas amplias gafas de sol, llama a la oficina para informarse de las novedades y avisar de que tal vez se pase por allí más tarde, aunque en realidad no tiene la menor intención de hacerlo. Mantener en alerta a los empleados es uno de los muchos consejos que aprendió de su padre. En otros aspectos ha introducido muchos cambios en la empresa familiar, a la que llegó cuando el negocio atravesaba un periodo de lenta decadencia para convertirla en pocos años en una de las más pujantes del país. De entre los tres coches de alta gama que guarda en el garaje, se decide finalmente por el modelo más pequeño de una marca alemana con la que comparte nombre.

Al igual que el resto de mujeres de su familia, ella es una asidua de la milla de oro. Le encanta entrar en cualquiera de sus tiendas y comprobar cómo las dependientas se desviven para colmarla de atenciones reservadas a las clientas más exclusivas. Hoy, sin embargo, las sonrisas que le dedican le parecen de una teatralidad estudiada. De mala gana ha comprado un bolso y dos vestidos. En estos lugares no es costumbre irse de vacío. Al salir a la calle ha recordado, como una tabla de salvación, los zapatos a los que una urgencia en el trabajo obligó a renunciar. Camino de la tienda le invade la íntima euforia que precede a la compra. Sin embargo, como los días que se tuercen parecen imposibles de enderezar, frente a la tienda de Prada se lleva otro disgusto. El par que ella quería ha desaparecido del escaparate. Dentro, sepultada bajo una avalancha de disculpas, le confirman la mala noticia; están vendidos. Las dependientas han hecho todo lo posible por contentarla, respondiendo a cada una de sus muecas de desaprobación con un nuevo modelo, que ha resultado demasiado oscuro o demasiado claro, con el tacón muy alto o excesivamente plano. Por no irse con las manos vacías se ha llevado un par que sabe con certeza que nunca se va a poner.

De regreso a casa atraviesa la ciudad dejando atrás los edificios de cristal donde el cielo y las nubes tienen un reflejo sombrío. Ya en las afueras, toma el desvío hacia la selecta urbanización donde las calles siempre están limpias y las casas se levantan en medio de extensas superficies de césped cortado milimétricamente. La suya es una lujosa vivienda de tres pisos, rodeada de un amplio jardín en el que abundan las especies exóticas.

El portón de entrada chirría sonoramente sobre las bisagras. Otras veces este sonido se había confundido con los ladridos alegres del sr. Floofie, que en esta oportunidad echa en falta. Tampoco está allí su pequeño cuerpecillo dando saltos alocados y acrobáticas cabriolas, enredándose entre los pies de su ama hasta que ella se agacha y lo coge en brazos. Cuando el perrillo lo consigue, parece contemplar victorioso el jardín desde su posición dominante, apoyadas sus patas en el hombro de su dueña, jadeante todavía por el esfuerzo. Sin el resuello de su mascota en el oído, los pasos sobre las losas que hacen de camino le parecen tan lúgubres que prefiere rodear la casa y buscar al sr. Floofie en la parte trasera.

Un par de veces grita su nombre. Y una tercera después de un breve silencio en el que espera una respuesta que no llega. Con la mirada recorre el jardín y acaba por convencerse de que el perro debe de estar dentro de la casa. El sol ilumina el seto de cipreses que delimita el jardín. En la parte más alta está desigualado, sin podar. Cuando era niña había visto reprender bruscamente a un empleado por un descuido similar, y todavía con más violencia cuando el desliz afectaba a la piscina, cuyo aspecto, en opinión de su padre, decía mucho de las personas que habitan una casa. La suya esa tarde está llena de hojas. El jardinero es un absoluto incompetente. Le gustaría desahogarse con él y dejarle las cosas bien claras, pero tiene la tarde libre. Mañana hablará con Ernesto para que lo eche. Es innegociable. La superficie del agua que no cubren los limbos amarillentos refleja el cielo como un espejo. En el centro de la piscina se observa una especie de bulto, como una tela medio tapada por las hojas. Aunque las cosas húmedas cambian de tonalidad se ve claramente que es un color llamativo ¡fucsia! Con estupor descubre que lo que flota inerte es el pequeño cuerpo de su perro, por el que ya no puede hacer nada. Instintivamente se lleva la mano a la boca para ahogar un grito terrorífico, inmóvil el resto del cuerpo, convulsionado el pecho por un llanto tibio que corre por sus mejillas. Solo tras unos minutos recupera el movimiento. Desde el borde de la piscina trata de alcanzar al sr. Floofie sin poder llegar hasta él. Llevada por una amarga desesperación se prepara para zambullirse y recuperar el cadáver de su mascota, pero en el último momento, inclinada ya para el salto, su rostro descompuesto reflejado en la superficie la paraliza. Un de la Maza nunca debe perder el aplomo. Abandonada su idea inicial, intenta crear con la mano una corriente en el agua que acerque al sr. Floofie, pero el cuerpo medio sumergido sólo experimenta un pequeño vaivén, arriba y abajo, como una barca que estuviera anclada al fondo. También desiste de este segundo plan. Opta entonces por buscar algo con lo que ayudarse. El aturdimiento no le deja pensar con claridad. Tal vez el recoge hojas pueda ser útil.

La puerta del almacén de las herramientas está cerrada, sin embargo, la de la habitación de Paquito, que está al lado, no tiene echado el cerrojo. Puede que las llaves se encuentren allí. En el dormitorio del jardinero hay una mesa con papeles, un bote lleno de bolígrafos y un frasco de crema para los granos. Ni rastro del llavero. También hay una silla en cuyo respaldo cuelga una chaqueta. Mercedes introduce la mano en uno de los bolsillos con gran lentitud, haciendo una pinza con los dedos índice y pulgar y una mueca de asco como si la hundiera en un cubo de basura. En lugar de encontrar las llaves, sus dedos extraen un trozo de papel varias veces doblado. Por pura curiosidad despliega la hoja para leerla. De inmediato reconoce la letra de su marido. Con sorpresa descubre la íntima naturaleza de la nota. Tenemos que volver a vernos. Te deseo. Te necesito. A pesar de la repugnancia que le inspira todo cuanto hay en aquella habitación, toma asiento para no caer. Relee aquellas nueve palabras una y otra vez, con la intención de arrancarles el sentido y poder creer que están escritas en un idioma desconocido, que su significado es otro, uno muy diferente, indescifrable. Abandonando momentáneamente el papel sobre la mesa, se echa las manos a la cara para que la oscuridad le ayude a pensar. Sus dedos vuelven a topar con el grano de la sien que parece más grande. Se siente triplemente traicionada. Que su marido la engañara no entraba dentro de sus planes; al menos, no todavía. Quizá más adelante, cuando ella misma hubiera perdido el interés. Ciertamente, el riesgo existía, aunque no había querido verlo hasta ahora. Ernesto dispone de mucho tiempo libre y pocas aficiones en que emplearlo; cuando un hombre se aburre bebe, juega o es infiel. Por eso le había encargado que se ocupase de las cosas pequeñas, para mantenerlo entretenido el mayor tiempo posible sin pensar en sí mismo. Que le haya engañado con un hombre es algo que ni siquiera se le había pasado por la cabeza. No advirtió en él el más mínimo gesto. De hecho, el sexo con Ernesto era el mejor que había tenido. Más que bueno, resultaba salvaje a veces. Esa fue una de las razones por las que se casó con él. Puestos a escoger, no sabía si la elección que había hecho su marido para serle infiel, la de un hombre en lugar de una mujer, era mejor o peor para ella que la convencional. Al fin y al cabo, si esto se supiera, Ernesto tampoco saldría bien parado. Con una mujer habría sido distinto. Cuando un marido elige a una chica joven, la esposa es siempre la derrotada, la sustituida. Lo que más le repugna de todo este asunto es que la persona con la que Ernesto le ha engañado sea Paquito, un espécimen patético y pusilánime, con esos ojos sin vida como los de un besugo en la pescadería. Le resulta inconcebible que las manos fuertes y cuidadas que la acarician todas las noches se hayan atrevido a tocar ese rostro purulento, que los labios carnosos y sonrosados que tantas veces ha mordido sin control hayan besado sin vómito aquella piel grasienta. Desde la boca del estómago le sobreviene una arcada que apenas puede contener. Es inconcebible que si Ernesto tenía estas inclinaciones no haya escogido otro hombre entre los muchos candidatos que tienen en su círculo de amistades; el mismo Borja Samper, al que tratan con frecuencia, nunca ha escondido su condición de homosexual. Más bien la exhibe con orgullo, haciendo ostentación. Hay que reconocer que es un tipo con clase. Y atractivo. De haber mostrado él otras apetencias, ella misma habría estado interesada. Lo de Paquito es una aberración. Nada podría humillarla tanto como aquello. Con decisión pliega el papel y vuelve a dejarlo en la chaqueta. Lo ha metido, sin darse cuenta, en el otro bolsillo, porque ahora sus dedos rozan las llaves que andaba buscando. El tacto metálico le devuelve instantáneamente a la memoria al sr. Floofie, que sigue en medio de la piscina con la mitad del cuerpo emergiendo del agua como una isla cubierta de hojas. Toma entonces las llaves y recupera la nota, que ahora guarda en el pantalón. En el almacén se hace con el recoge hojas. Camino de la piscina, la larga vara del artilugio concede a su silueta el aspecto de un derrotado Don Quijote.

Las escalinatas de mármol que dan a la piscina todavía están iluminadas por el sol. Mercedes está sentada en el último peldaño sosteniendo en su regazo el cuerpo hinchado del sr. Floofie. No para de acariciar su pelo húmedo, como si tratara de ahuyentar la muerte como se ahuyenta el dolor o la enfermedad. Al pie de la escalera, hecho un ovillo empapado, el pequeño jersey fucsia recuerda a una flor aplastada. Se lo ha quitado al perro tan pronto como ha podido sacarlo del agua. Le enfurecía que el sr. Floofie hubiera muerto llevando puesta la peor prenda de su vestuario.

Al otro lado de la casa, la cancela de la entrada suena con un ruido lejano. Debe de tratarse de Paquito que regresa de su tarde libre. En ese momento se da cuenta, como si despertara de un sueño, de que el sr. Floofie está en sus brazos y no sabe qué hacer con él. Además, repara en que tiene mojados la blusa y los pantalones. Como no quiere entrar a la casa con el perro muerto, lo esconde con cuidado tras el gran macetero que hay en las escalinatas. Tal vez el jardinero viene de pasar la tarde con su marido. Apenas puede contener su rabia cuando él la saluda. Mercedes advierte que Paquito desvía la mirada con disimulo a la humedad de sus pantalones y el pequeño jersey fucsia ovillado sobre una mancha de agua. La expresión del jardinero no es la de costumbre. Los ojos de besugo en la pescadería tienen ahora un brillo, que más que de alegría, como ella podría esperar, es más bien de preocupación.

-Doña Mercedes, quería hablar con usted.
-Bien, tú dirás.
-Quiero dejar el trabajo.
Mercedes permanece en silencio, imaginando en un instante un futuro amenazador.
-Me gustaría explicarle…
-Tus motivos no me interesan. Por mí puedes marcharte mañana, pero como te voy a pagar el mes entero, quiero que te ocupes de un último encargo.

Ambos entran en la vivienda. Mercedes sube un tramo de escalera tras otro manteniendo un silencio hostil. Él la sigue con la docilidad de un perro bien adiestrado. Finalmente llegan a la buhardilla, donde la claridad de la tarde penetra por una ventana abierta en el techo inclinado. A través del cristal, la dueña de la casa indica a Paquito un extremo del tejado en el que ha visto unas cuantas tejas sueltas que deben ser retiradas. A pesar de que resulta obvio que al jardinero le asustan las alturas -al asomar la cabeza por el ventanal se ha quedado súbitamente pálido- no se atreve a contrariar a su patrona. Como le cuesta maniobrar con la ropa de calle decide quitarse la chaqueta para trabajar más cómodamente, quedándose con ella en la mano sin saber qué hacer. La mujer no hace el menor gesto de tomarla, así que la deja en el suelo. Con cierto esfuerzo y mayor aprensión, sale por fin al exterior pisando en las tejas con sumo cuidado. Cuando se da la vuelta para dirigirse hacia el saliente, Mercedes le da un empujón que lo precipita al vacío. Después de un alarido estremecedor, el sonido sordo del impacto con el suelo devuelve el silencio al jardín. Paquito ha caído junto al pequeño traje fucsia orlado por una mancha de agua. Otra mancha, roja y viscosa, se extiende bajo el cuerpo desmadejado del jardinero.

Mercedes mira con ojos desorbitados e incrédulos a través de la ventana. Ya está hecho. Precipitadamente, sin los escrúpulos que había mostrado esa misma tarde, busca en la chaqueta de Paquito cualquier prueba de su relación con Ernesto. En el bolsillo interior encuentra una carta dirigida a su marido.

Ernesto, con esta carta me despido de usted. Sé que es a su buena voluntad hacia mí a la que le debo el haber permanecido tanto tiempo en la casa, contrariando los deseos de su mujer. Siempre le estaré agradecido. Ahora son los acontecimientos los que me obligan a marcharme. Sin pretenderlo, fui testigo de lo que creí un juego. Vi cómo dejaba un papel en el libro que el sr. Samper leía en el jardín y, más tarde, como esa nota planeaba cuando un golpe de viento la arrancó de entre las páginas. No pude evitar recogerla del suelo y echarle un vistazo. Fue simple curiosidad. Dudé en devolverla a su sitio, pero en ese momento me dio miedo ser descubierto. También pude callar y hacer como si nada de esto hubiera ocurrido, sin embargo, fui consciente del tormento que supondría para usted no conocer el paradero del mensaje. Después de esto que le he contado, mi presencia aquí es imposible. Sé que nadie soporta al testigo de sus miserias. Por mí no debe preocuparse. Le deseo lo mejor.

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